Hace varias semanas subrayaba una frase extraída de un comentario monacal. Era ésta: "Con todas nuestras preocupaciones, miedos, enfermedades, soledad, jubilación o paro, o muerte, surgirá esa súplica, sostenida y refrendada por un poderoso clamor: "He resucitado y estoy contigo". ¿A qué ser humano no le duele y afecta alguna de esas circunstancias? La respuesta es unánime. Y en medio de esa nebulosa queremos mantener la esperanza más firme. Y a la esperanza ni debemos ni queremos ponerle condiciones. Dejaría de ser esperanza en el sentido más pleno, si nos guiamos de la verdadera fe, regalo que tanto valoramos y agradecemos cada instante de nuestra vida.
La enfermedad puede sorprendernos, incluso privarnos de la alegría habitual. Es una preocupación que no contábamos con ella. Es un miedo que nos ha asaltado de repente. Otro tanto sucede, aunque de distinto signo, con el paro, y no digamos con la muerte de algún ser querido. Y de repente, sin saber cómo, bueno, sí lo sabemos, surge el grito poderoso y el clamor interior de gozo y esperanza: "He resucitado y estoy contigo".
Qué a propósito nos viene el tiempo de cuaresma que estamos viviendo: "Llamada a la conversión y al cambio de vida". No, no es ninguna tontería o un remiendo para un roto humano. Creo modestamente, y sin forzar los acontecimientos fortuitos inesperados, que debemos aprovechar este tiempo de reflexión. Siempre podemos exigirnos más madurez personal que nos lleve a la alegría y esperanza. Todo acontecimiento, por inesperado que sea, y nos ocasione cualquier dolor, ha de tener un soporte inquebrantable, infalible y poderoso. El clamor de la ESPERANZA remedia todos los males y nos sotiene: "He resucitado y estoy contigo". ¿Verdad que vale la pena esperar y confiar...? Alguien diría: "Sé de quién me he fiado..."
