NO LO ENTIENDO, SEÑOR, ni sé medir
tu amor a mi raza equivocada;
tampoco acierto a ver en tu mirada
lo que yo te costé para vivir.
Sólo sé, desde niño, que elegir
a un ladrón en la plaza alborotada
agravó más tu faz ya lacerada
y firmó tu sentencia de morir.
Medito aquel mensaje en despedida:
“He venido a servir, no a ser servido”,
lección de aquellos hombres no aprendida.
Atardeciendo el viernes más dolido
que me tiende el perdón y sin medida,
gozoso yo retorno arrepentido.
